RECORTA2
Idgie y Ruth le habían puesto el cubierto en una mesa. Y él se
sentó entonces frente a un plato de pollo frito con guarnición de guisantes,
nabos, tomates verdes fritos, pan y té frío. Cogió el tenedor e intentó comer.
Pero le seguían temblando las manos y no podía llevarse la comida a la boca.
Incluso se le derramó el té por toda la camisa.
Pensó que acaso no estuviesen mirándole, pero, al instante, la
rubia se le acercó.
—Venga usted, Smokey. Salgamos un momento fuera.
Él se puso el sombrero y se limpió con la servilleta creyendo que
lo echaban.
—Sí, señora —dijo.
Ella lo condujo hacia la parte de atrás del café, que daba a
pleno campo.
—Está usted un poco nervioso, ¿verdad?
—Siento haber derramado el té, señora, pero le aseguro a usted...
bueno... que ya desaparezco... Y gracias de todas formas... Idgie metió la mano
en el bolsillo de su delantal y sacó una botella de cuartillo de Old Joe
Whiskey y se la dio.
—Que Dios la bendiga —dijo él como hombre agradecido que era—. Es
usted una santa, señora.
Mientras Smokey calmaba sus nervios, ella se lo quedó mirando y
señaló a lo lejos.
—¿Ve usted aquel erial?
—Sí, señora —dijo él mirando hacia donde señalaba ella.
—Hace muchos años había allí el lago más bonito de Whistle
Stop... y en el verano íbamos a nadar y a pescar, e incluso se podía remar si
se quería —dijo moviendo la cabeza, entristecida—. No sabe cómo lo echo de
menos.
Smokey miró hacia el erial.
—¿Y qué pasó? ¿Se secó?
Ella le encendió un cigarrillo.
—Qué va; fue peor. Un
noviembre, una bandada de patos (habría unos cuarenta por lo menos) se posó
justo en el centro del lago y, mientras estaban allí posados por la tarde,
ocurrió algo pasmoso. La temperatura descendió tan súbitamente que todo el lago
se heló y se quedó duro como una piedra en cuestión de dos o tres segundos. Así
como lo oye.
—¿No lo dirá en serio? —dijo Smokey asombrado.
—Pues sí.
—Y, claro, los patos debieron de morir todos, ¿no?
—¡Qué va! —exclamó Idgie—. Salieron volando y se llevaron el lago
con ellos. Y el lago está ahora en Georgia, desde entonces...
Él ladeó la cabeza y se la quedó mirando y, al percatarse de que
le estaba tomando el pelo, sus azules ojos se iluminaron y se echó a reír con
tantas ganas que le dio la tos y ella tuvo que darle unas palmaditas en la
espalda.
Aún seguía él limpiándose los lagrimones de la risa cuando
volvieron a entrar en el café, donde aguardaba su cena. Al volver a sentarse a
la mesa notó que la comida estaba caliente, que se la habían mantenido caliente
en el horno.
Una dama siempre sabe cuando debe irse....
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