RECORTA2
una máquina de escribir reventó mi destino. Fue una Hispano-Olivetti
y de ella me separó durante semanas el cristal de un escaparate. Visto desde
hoy, desde el parapeto de los años transcurridos, cuesta creer que un simple
objeto mecánico pudiera tener el potencial suficiente como para quebrar el
rumbo de una vida y dinamitar en cuatro días todos los planes trazados para
sostenerla. Así fue, sin embargo, y nada pude hacer para impedirlo. No eran en
realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por entonces. Se trataba tan
sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas
del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a
poco que estirara las puntas de los
dedos. En aquellos días mi mundo giraba lentamente alrededor de
unas cuantas presencias que yo creía firmes e imperecederas. Mi madre había configurado
siempre la más sólida de todas ellas. Era modista, trabajaba como oficiala en
un taller de noble clientela. Tenía experiencia y buen criterio, pero nunca fue
más que una simple costurera asalariada; una trabajadora como tantas otras que,
durante diez horas diarias, se dejaba las uñas y las pupilas cortando y
cosiendo, probando y rectificando prendas destinadas a cuerpos que no eran el
suyo y a miradas que raramente tendrían por destino a su persona. De mi padre
sabía poco entonces. Nada, apenas. Nunca lo tuve cerca; tampoco me afectó su
ausencia.
Jamás sentí
excesiva curiosidad por saber de él hasta que mi madre, a mis ocho o nueve
años, se aventuró a proporcionarme algunas migas de información. Que él tenía
otra familia, que era imposible que viviera con nosotras. Engullí aquellos
datos con la misma prisa y escasa apetencia con las que rematé las últimas
cucharadas del potaje de Cuaresma que tenía frente a mí: la vida de aquel ser
ajeno me interesaba bastante menos que bajar con premura a jugar a la plaza.
El tiempo entre costuras- María Dueñas.
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