viernes, 24 de agosto de 2012


RECORTA2

 

una máquina de escribir reventó mi destino. Fue una Hispano-Olivetti y de ella me separó durante semanas el cristal de un escaparate. Visto desde hoy, desde el parapeto de los años transcurridos, cuesta creer que un simple objeto mecánico pudiera tener el potencial suficiente como para quebrar el rumbo de una vida y dinamitar en cuatro días todos los planes trazados para sostenerla. Así fue, sin embargo, y nada pude hacer para impedirlo. No eran en realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por entonces. Se trataba tan sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de los
dedos. En aquellos días mi mundo giraba lentamente alrededor de unas cuantas presencias que yo creía firmes e imperecederas. Mi madre había configurado siempre la más sólida de todas ellas. Era modista, trabajaba como oficiala en un taller de noble clientela. Tenía experiencia y buen criterio, pero nunca fue más que una simple costurera asalariada; una trabajadora como tantas otras que, durante diez horas diarias, se dejaba las uñas y las pupilas cortando y cosiendo, probando y rectificando prendas destinadas a cuerpos que no eran el suyo y a miradas que raramente tendrían por destino a su persona. De mi padre sabía poco entonces. Nada, apenas. Nunca lo tuve cerca; tampoco me afectó su ausencia.
Jamás sentí excesiva curiosidad por saber de él hasta que mi madre, a mis ocho o nueve años, se aventuró a proporcionarme algunas migas de información. Que él tenía otra familia, que era imposible que viviera con nosotras. Engullí aquellos datos con la misma prisa y escasa apetencia con las que rematé las últimas cucharadas del potaje de Cuaresma que tenía frente a mí: la vida de aquel ser ajeno me interesaba bastante menos que bajar con premura a jugar a la plaza.

El tiempo entre costuras- María Dueñas.


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